Estamos Acostumbrados a pensar la Historia como un relato único, donde los hechos del pasado son reconstruidos a partir de los documentos que ese pasado va dejando. Eso en parte es cierto. Nadie discutiría que Santiago fue fundado en 1541. Todos los documentos de la época lo señalan claramente, y están disponibles para que cualquier persona los pueda consultar. El trabajo de un historiador sería entonces buscar esos documentos y entregarnos investigaciones donde la verdad histórica aparezca claramente establecida.
Sin embargo hay hechos, situaciones y personajes históricos que resultan más difíciles de comprender. Los historiadores son personas con sus propias ideas y visiones, y las investigaciones que hacen llevan la huella de esas ideas. De este modo, diferentes historiadores podrían llegar a conclusiones distintas sobre un personaje histórico, por ejemplo. Tal es el caso de las diferentes visiones de los historiadores sobre Diego Portales.
Nacido en Santiago en 1793, y muerto en Valparaíso en 1837, Diego Portales es una de las figuras más controvertidas de la historia de Chile. En un inicio fue un comerciante que, como sabemos, se adjudicó el Estanco del Tabaco en 1826. Los accidentados acontecimientos que se sucedieron entre 1823 y 1829 lo fueron llevando a la política, donde con un grupo de partidarios, que fueron llamados “Los Estanqueros”, dirigió una conspiración que organizó a los sectores más conservadores de la sociedad chilena en contra de los pipiolos, es decir, los partidarios de un orden más liberal y participativo.
Con el triunfo que obtuvieron los sectores conservadores en Lircay (1829) Diego Portales pasó a ser la principal figura de la política chilena. En su calidad de ministro de Guerra y Marina fue el verdadero poder en las sombras durante el gobierno de José Joaquín Prieto. Desde ese cargo promovió el orden y el respeto a la autoridad como pilar fundamental para la estabilidad del estado chileno.
Para Portales tal respeto, sin embargo, no tenía que aparecer vinculado a una persona en particular. De ahí que se negara al retorno de Bernardo O’Higgins, quien estaba en el Perú, y de ahí que él mismo renunciara a ser vicepresidente de la República. La autoridad, opinaba él, no debía aparecer vinculada a una persona en particular, sino al estado chileno.
Este respeto a la autoridad no resultó fácil de establecer, ya que para lograrlo Portales estableció una serie de medidas represivas. Por un lado castigó duramente a los sectores liberales derrotados en Lircay. Muchos de ellos fueron exiliados, otros encarcelados y todos perdieron sus rangos militares. Por otro lado tomó drásticas medidas en contra de los sectores populares, persiguiendo la comisión de delitos y castigándolos duramente.
Es por estos dos aspectos por lo que los historiadores no tienen un juicio único sobre Diego Portales. Por ejemplo, el historiador conservador Alberto Edwards en su obra “La Fronda Aristocrática en Chile” (1928) señala:
“La idea majestuosa simple que inspiró a don Diego Portales, era realizable y capaz de organizar un poder duradero y en ‘forma’, porque ella reposaba en una fuerza espiritual orgánica que había sobrevivido al triunfo de la Independencia: el sentimiento y el hábito de obedecer el Gobierno legítimamente establecido.
“Pero nada más difícil que llevarla a la práctica. El antiguo poder monárquico había durado por siglos: la conciencia de su inmutable y majestuosa estabilidad era una parte de su fuerza. Contaba, además, con su apoyo, con el prestigio de las creencias. De ello apenas quedaba el hábito inconciente de la obediencia pasiva que dormía, es cierto, en el fondo de las almas, pero que era necesario despertar. Había que hacer surgir del caos revolucionario un gobierno improvisado, hijo de la revuelta pero que a la vez inspirase, desde el principio, la veneración religiosa que por lo regular sólo acompaña a las instituciones consagradas por el tiempo”
El orden restaurado por Portales, de acuerdo a Edwards, supera al caos del período 1823-1829. El autor siente un gran asombro y admiración por la forma en que Portales y sus partidarios echan a andar un nuevo orden, donde la estabilidad es primordial:
“Al leer los documentos originales de esta época interesantísima, he sentido siempre la sensación de encontrarme ante un poder legítimo, restaurado después de una larga usurpación, y que desea borrar hasta el recuerdo de la anarquía. Los ministros ponían silenciosamente orden en todo, sin aludir siquiera a la existencia de un desorden, de una situación irregular; se diría que habían estado despachando por muchos años, bajo una monárquica antigua y tradicional, cuya legitimidad nadie ponía en duda. […] Esa sensación de estabilidad la experimentó el país desde el primer momento, como por obra de milagro. Nadie se atrevió a combatir un poder que no dudaba un solo instante de sí mismo.
“No existe en América ejemplo de una restauración más completa de todo lo que podía ser restaurado después de 1810. Un jurista lo percibiría difícilmente, porque ello no fue obra de las leyes, del derecho público, de las combinaciones constitucionales. Fue una gran realidad que se impuso majestuosamente. El genial pensamiento del modesto comerciante de 1825 [Portales], se había hecho carne.”
Desde un punto de vista totalmente opuesto el historiador Gabriel Salazar en su libro “Construcción del Estado en Chile” (2005) critica no sólo a Diego Portales, sino sobre todo la valoración que se le da como creador del orden político en Chile:
“Si el general O’Higgins ha sido el “padre” militar de la separación de Chile del Imperio Español, el comerciante Diego Portales ha sido el “padre” civil del Estado Nacional. […] Si en O`Higgims existió de algún modo una opción republicana que se expresó en el acto postrero de su abdicación, en Portales no existió ni una opción republicana ni una democrática. Ambos ignoraron la soberanía popular y los proyectos constitucionales emanados de ella. Ambos ignoraron el diálogo con sus adversarios políticos, la amnistía para los ciudadanos opositores y aplicaron penas máximas contra los que discreparon y se rebelaron. Para ambos se ha dicho, a modo de justificación, que su conducta dictatorial, arbitraria y represiva era necesaria por razones prácticas, para constituir un ‘orden’ que realmente funcionara en una sociedad que era aun primitiva y dominada por su enorme ‘falta de ilustración’. Su genialidad heroica habría consistido, por tanto, en asumir conductas dictatoriales al servicio superior del “realismo político”: ése que ignora los medios para llegar a los fines.”
“Para construir un orden estable en tiempos de paz como vivía Chile entre 1823 y 1830 ¿se requería descabezar el ejército nacional, aprobar leyes secretas, desterrar a los adversarios, fusilar a rebeldes e instalar el terror en el país?”
Finalmente Salazar se pregunta:
“La mitificación y heroificación de los personajes nombrados, ¿ha respondido a una necesidad colectiva de todos los chilenos, o sólo a la necesidad particular de un grupo determinado?”.
Como podemos ver la discrepancia entre ambos autores es absoluta. Mientras Edwards valora la restauración del orden, Salazar cuestiona los métodos seguidos para establecerlo. Donde uno ve a un estadista genial, el otro ve un político que hacía uso de métodos políticos cuestionables.
Textos usados:
Edwards, Alberto: “La Fronda Aristocrática en Chile”. Editorial Universitaria. Stgo. 1984. Pp. 66 y ss.
Salazar, Gabriel: “Construcción de Estado en Chile”. Editorial Sudamericana, Stgo. 2005. Pp. 22 y 23.
wena la pagina ql
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