lunes, 24 de octubre de 2011

LA REPÚBLICA PARLAMENTARIA Y LA CUESTIÓN SOCIAL.


Como hemos visto, en la segunda mitad del siglo XIX Chile gozó de un gran crecimiento económico, debido principalmente a las espectaculares ventas del salitre. Después de la Guerra del Pacífico Chile se consolidó como principal productor a nivel mundial. En la década siguiente a la Guerra la industria salitrera se expandió notablemente. El año 1890 fue decisivo en este sentido: no sólo se superó por primera vez el millón de toneladas exportadas, sino que- también por primera vez- las rentas relacionadas al salitre fueron más de la mitad de la renta nacional. La mitad del dinero que circulaba en Chile tenía relación directa con el salitre.
            Los beneficios de las ventas del salitre, junto a otras actividades económicas como el carbón o la agricultura, hicieron de Chile un país con grandes recursos. Como hemos visto, parte de estos recursos fueron utilizados en importantes obras públicas como la Estación Central, el Viaducto Malleco o la Remodelación del Cerro Santa Lucía. Otra parte de estos recursos se utilizaron, por parte de la elite de la época, en la adopción de un estilo de vida lujoso, cuyo símbolo son las grandes mansiones de Santiago que aun perduran, como el Palacio Cousiño o las grandes casas que hay en calle Dieciocho o República en Santiago.
            La evaluación que la propia elite hacía de la situación del país era hacia 1910 positiva y primaba el optimismo. Como señala un texto de la época:
“La industria agrícola, no obstante todo cuanto se ha dicho en contrario, ha seguido prosperando desde 1878 acá; la industria minera, nuestra industria principal, ha continuado proporcionando al Estado las rentas más cuantiosas; las industrias fabriles cuentan ya con capitales de importancia, y suministran, entre los valores de la producción nacional, una cifra que pasa de cien millones anuales; el comercio exterior ha cuadruplicado, desde el propio año, su movimiento, y otro tanto puede decirse del comercio interior, que acaso es superior al cuádruple; las industrias de transportes han crecido en número y en proporciones; las comunicaciones se han facilitado grandemente con nuevas vías y nuevos medios lanzados por las invenciones, que de todos los países nos llegan; en las ciudades la edificación se ha mejorado y crecido; la pavimentación tiende á hacerse de día en día más cómoda.”
            En el ámbito político, Chile desde 1891 tenía un régimen parlamentario. El Congreso con sus dos cámaras (senadores y diputados) era el lugar donde se tomaban las decisiones más importantes. El poder de los presidentes de este período era más bien reducido: su presupuesto debía ser aprobado por el Congreso, sus ministros estaban sujetos a interpelaciones parlamentarias y sólo se mantenían en sus cargos mientras contaran con la confianza del Congreso, no del Presidente.
            Estos cambios en la institucionalidad hacían que los gabinetes (es decir, el conjunto de ministros de un presidente) fueran cambiados con mucha rapidez. El gobierno de Germán Riesco, por ejemplo, tuvo 17 gabinetes ministeriales, siendo 73 los ministros que gobernaron bajo su mandato.
            Esta situación era vista por algunos con inquietud, pues dificultaba la posibilidad de hacer cambios en la sociedad. Pero no todos compartían ese juicio. Para algunos era bueno que Chile no dependiera de un Presidente, aunque eso implicara cierto relajo en el manejo de los asuntos públicos. La poca importancia del Presidente implicaba una mayor estabilidad. Esta estabilidad se vio confirmada en 1810, cuando falleció el Presidente Pedro Montt, siendo reemplazado por Elías Fernández Albano, quien también falleció el mismo año. En su reemplazo asumió Emiliano Figueroa. Chile tuvo tres presidentes en menos de un año, y todo siguió funcionando en orden. Los partidarios del parlamentarismo mencionaron ese hecho como un signo de estabilidad.
            Dentro de este cuadro de optimismo que hemos venido señalando, sin embargo, comienza a asomarse otro Chile. El texto que veremos a continuación nos sirve como una primera aproximación a ese otro Chile.
 
INSTANTÁNEA DE ÉPOCA: MÁRMOL Y BARRO.
Septiembre, 1910. Por las calles circulan algunos automóviles, victorias o coches de posta, unos pocos coches americanos y los primeros vehículos de transporte con motor a gasolina (las famosas “taguas” y “góndolas”). También carros de sangre y tranvías eléctricos, uno de ellos lleva un letrero: “la viruela aumenta, vacúnese sin falta”. Cerca del Club Hípico deambulan carretelas dieciocheras y muchedumbre de a pie. Además carruajes de embajadas extranjeras invitadas a las fiestas del centenario. Santiago es una ciudad extendida. Es primavera y en las noches la Alameda de las Delicias está iluminada. En las principales manzanas del centro, junto con el gran comercio, un par de prósperos banqueros ocupan relucientes mansiones de bronce y mármol. En calles como San Antonio hay un comercio abigarrado: boticas, relojerías, negocios de calzado, sastrerías y tiendas con un letrero que anuncia “se realiza todo, a muy bajo precio”.

En la propia Alameda, en una residencia majestuosa, vive con su familia el todavía joven e inédito poeta Vicente Hiudobro (que tendido en un diván sueña con la Comtesse de Noailles). La apertura de Gath y Chaves, multitienda al estilo europeo inaugurada ese año, con varios niveles y ascensores, crea gran curiosidad y expectación. El país, complacido de sus logros, se auto congratula. No merece menos una capital con más de 400.000 habitantes, un país con una población total que bordea los 4.000.000 en sus 23 provincias, desde Tacna y Arica hasta el territorio de Magallanes; no merece menos una sociedad que en la voz del discurso oficial (los Baedecker y volúmenes celebratorios en papel satinado) se percibe a sí misma como culta, ilustrada y europea; una nación que con la celebración del centenario está pasando de la edad juvenil a la edad adulta. Un viajero norteamericanote esos años, W.D. Boyce, señala que las modas de París llegan a Santiago con la misma rapidez que a Nueva York, los “parques y la Alameda- dice- hacen que la capital de Chile sea por las tardes tan hermosa y atractiva como Rotten Row en Londres o Central Park en Nueva York”.
En el llamado “vecindario decente”, conformado por el centro y algunas manzanas aledañas, hay antiguas casas solariegas de estirpe española, con patios floridos, balcones enrejados y tejas, pero también algunas construcciones a lo “Belle Epoque”: mansiones de estilos europeos u orientales, y hasta palacios de corte neoclásico o morisco. Los beneficios del salitre a las arcas fiscales han aportado lo suyo a la urbe y a la modernización oligárquica: allí está el alumbrado público y los teléfonos, el alcantarillado, u obras como el Palacio de Bellas Artes de Jecquier; el Parque Forestal de Dubois; la nueva fachada del Correo Central; el Palacio de los Tribunales de Doyere; La Estación Mapocho –adonde llega el recién inaugurado ferrocarril trasandino-, la red de tranvías eléctricos y el inicio de la Biblioteca Nacional. En la Alameda abajo, cerca de la Estación de trenes diseñada por Eiffel, en un barrio de prostíbulos y gañanes, un charlatán discursea en una esquina ofreciendo a los transeúntes brebajes para todo género de enfermedades.
Del centro de la ciudad parten algunas de las calles que dan a la periferia, muchas todavía con acequias de aguas servidas a tajo abierto, calles polvorientas (o con restos de barro) que van a morir a los confines de la ciudad, o desaparecen en miserables suburbios, donde- según un cronista de la época- los ranchos de paja son negros y los basurales se levantan como promontorios en los que husmean perros escuálidos, lugares que colindan con potreros a campo abierto, como Chuchunco o “Los Pajaritos”.
Entre esos suburbios de los “confines” y el “vecindario decente” del perímetro central, se despliegan los más de mil conventillos con habitaciones insalubres- o “cités”, como se les llamaba entonces, con voz afrancesada. Esta es Santiago, esta es la ciudad que después de largos meses de incertidumbres de toda índole, se dedica- con bombos y platillos y algún huifa ay ay ay- a la celebración del primer centenario de la Independencia, en septiembre de 1910.

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